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La revolución nunca se equivoca porque es una víctima, porque siempre actúa en defensa propia.
ALBERTO BARRERA TYSZKA
A comienzos de la década de los noventa estuve en La Habana. Formé parte de un grupo de intercambio y de cooperación binacional que pasó una semana en la isla. Después de una entrevista en la televisión, recorrí junto a un antiguo director todo el canal. Había un rumor de sal en esos pasillos vacíos. Como si de alguna forma el sonido del mar estuviera atrapado detrás de las sombras del canal. Nos sentamos a conversar cerca de la puerta de un viejo estudio, casi abandonado por la crisis económica y los racionamientos eléctricos. Irremediablemente tropezamos con el tema más urgente de esos días: el apabullante turismo sexual que se movía en ese tiempo en Cuba. Ya había visto yo, en la marina Hemingway y en el malecón, a una muchedumbre de visitantes, italianos y españoles sobre todo, buscando "templarse" a las mujeres de la patria. Era un espectáculo trágico. Un trueque humillante. Pagaban con veinte dólares, con un bluyín, con algo de comida o con un producto de aseo personal comprado en las tiendas especiales para turistas. "Yo las entiendo me dijo el director. Hay necesidad. Pero también me da tristeza. Por más que sea, son cubanas".
Las declaraciones de Fidel Castro, en esos mismos días, fueron totalmente distintas.
Acorralado por la realidad, reconoció que sí, que tenían problemas, que en Cuba había jineteras, pero que a diferencia del resto de América Latina esas mujeres habían estudiado; que eran las prostitutas más cultas de todo el continente. Sus palabras delataron crudamente la verdadera urgencia del poder en la isla: salvar la revolución. Antes que nada. De cualquier forma. Esa es la prioridad.
La anécdota, además, es dolorosamente patética dentro del simbolismo que puede tener la prostitución en Cuba.
Entre otras cosas, la insurgencia guerrillera acusaba a Batista de haber convertido al país en el "burdel del Caribe". Tres décadas después, el burdel estaba ahí, todavía, flotando sobre el mar. La gran diferencia residía en que las putas habían estudiado odontología o tenían un posgrado en ciencias sociales y habían leído a Karel Kosik. No hay duda. La revolución tiene grandes ventajas.
Hace unos días se anunció que Cuba abriría una casa de la Alba para apoyar a "intelectuales latinoamericanos". El objetivo, según señaló el viceministro de Cultura, Fernando Rojas, es "promover y legitimar a los intelectuales de la región sin que tengan que pasar por capitales de países ricos". Resulta ridícula la argumentación, sobre todo pensando en Venezuela, país rico que invierte grandes capitales intentando que algún intelectual se convierta en entusiasta vocero del gobierno. Porque de eso se trata. Porque el verbo legitimar, en boca del Estado, desdibuja los límites y ablanda las diferencias entre un trabajador cultural y un funcionario oficial. Propone el riesgo de convertir la creatividad en un protocolo. Es la misma prioridad, el mismo esfuerzo: salvar el poder, protegerlo del enemigo. La revolución nunca se equivoca porque es una víctima, porque siempre actúa en defensa propia.
Unas semanas atrás, las Damas de Blanco fueron reprimidas durante una manifestación en La Habana. No sólo actuó en contra de ellas la policía sino, también, un grupo de supuestos espontáneos ciudadanos. Las Damas de Blanco, en el fondo, están pidiendo que sus familiares detenidos tengan las mismas posibilidades y los mismos derechos que tuvo Fidel Castro cuando estuvo preso y fue juzgado en un proceso transparente en el cual, incluso, él mismo pudo defenderse.
Los presos políticos de hoy, en Cuba, quieren esa misma oportunidad. Pero la historia revolucionaria sólo está dispuesta a absolver a Fidel.
La consigna que coreaba la brigada de ciudadanos que atacó y reprimió a las Damas de Blanco retrata también, de manera precisa, el espíritu que se repite en todas estas líneas. "¡La calle es de Fidel!", gritaban, al tiempo que empujaban y amedrentaban a las manifestantes. Es una consigna magnífica. Expresa tan puntualmente la omnipresencia del poder, el control del Estado de cualquier experiencia pública, el secuestro absoluto de la vida ciudadana. Otra vez, ahí está la única prioridad. Salvar la revolución. Aunque eso signifique la multiplicación de las cárceles aun fuera de las cárceles. De un lado o de otro de las rejas, ni siquiera la calle te pertenece. Ni siquiera es tuya la posibilidad de protestar.
Ningún intelectual de la Alba se ha pronunciado. Ninguno de estos pensadores o artistas, que necesitan una casa en La Habana para sentirse promovidos y legitimados, ha escrito media línea sobre las Damas de Blanco. Quizás les parece que no son cultas, que no tienen un posgrado o que no saben quién fue Karel Kosik. Tal vez su único delito sea justamente ése: sólo son mujeres cubanas.abarrera60@gmail.com
A comienzos de la década de los noventa estuve en La Habana. Formé parte de un grupo de intercambio y de cooperación binacional que pasó una semana en la isla. Después de una entrevista en la televisión, recorrí junto a un antiguo director todo el canal. Había un rumor de sal en esos pasillos vacíos. Como si de alguna forma el sonido del mar estuviera atrapado detrás de las sombras del canal. Nos sentamos a conversar cerca de la puerta de un viejo estudio, casi abandonado por la crisis económica y los racionamientos eléctricos. Irremediablemente tropezamos con el tema más urgente de esos días: el apabullante turismo sexual que se movía en ese tiempo en Cuba. Ya había visto yo, en la marina Hemingway y en el malecón, a una muchedumbre de visitantes, italianos y españoles sobre todo, buscando "templarse" a las mujeres de la patria. Era un espectáculo trágico. Un trueque humillante. Pagaban con veinte dólares, con un bluyín, con algo de comida o con un producto de aseo personal comprado en las tiendas especiales para turistas. "Yo las entiendo me dijo el director. Hay necesidad. Pero también me da tristeza. Por más que sea, son cubanas".
Las declaraciones de Fidel Castro, en esos mismos días, fueron totalmente distintas.
Acorralado por la realidad, reconoció que sí, que tenían problemas, que en Cuba había jineteras, pero que a diferencia del resto de América Latina esas mujeres habían estudiado; que eran las prostitutas más cultas de todo el continente. Sus palabras delataron crudamente la verdadera urgencia del poder en la isla: salvar la revolución. Antes que nada. De cualquier forma. Esa es la prioridad.
La anécdota, además, es dolorosamente patética dentro del simbolismo que puede tener la prostitución en Cuba.
Entre otras cosas, la insurgencia guerrillera acusaba a Batista de haber convertido al país en el "burdel del Caribe". Tres décadas después, el burdel estaba ahí, todavía, flotando sobre el mar. La gran diferencia residía en que las putas habían estudiado odontología o tenían un posgrado en ciencias sociales y habían leído a Karel Kosik. No hay duda. La revolución tiene grandes ventajas.
Hace unos días se anunció que Cuba abriría una casa de la Alba para apoyar a "intelectuales latinoamericanos". El objetivo, según señaló el viceministro de Cultura, Fernando Rojas, es "promover y legitimar a los intelectuales de la región sin que tengan que pasar por capitales de países ricos". Resulta ridícula la argumentación, sobre todo pensando en Venezuela, país rico que invierte grandes capitales intentando que algún intelectual se convierta en entusiasta vocero del gobierno. Porque de eso se trata. Porque el verbo legitimar, en boca del Estado, desdibuja los límites y ablanda las diferencias entre un trabajador cultural y un funcionario oficial. Propone el riesgo de convertir la creatividad en un protocolo. Es la misma prioridad, el mismo esfuerzo: salvar el poder, protegerlo del enemigo. La revolución nunca se equivoca porque es una víctima, porque siempre actúa en defensa propia.
Unas semanas atrás, las Damas de Blanco fueron reprimidas durante una manifestación en La Habana. No sólo actuó en contra de ellas la policía sino, también, un grupo de supuestos espontáneos ciudadanos. Las Damas de Blanco, en el fondo, están pidiendo que sus familiares detenidos tengan las mismas posibilidades y los mismos derechos que tuvo Fidel Castro cuando estuvo preso y fue juzgado en un proceso transparente en el cual, incluso, él mismo pudo defenderse.
Los presos políticos de hoy, en Cuba, quieren esa misma oportunidad. Pero la historia revolucionaria sólo está dispuesta a absolver a Fidel.
La consigna que coreaba la brigada de ciudadanos que atacó y reprimió a las Damas de Blanco retrata también, de manera precisa, el espíritu que se repite en todas estas líneas. "¡La calle es de Fidel!", gritaban, al tiempo que empujaban y amedrentaban a las manifestantes. Es una consigna magnífica. Expresa tan puntualmente la omnipresencia del poder, el control del Estado de cualquier experiencia pública, el secuestro absoluto de la vida ciudadana. Otra vez, ahí está la única prioridad. Salvar la revolución. Aunque eso signifique la multiplicación de las cárceles aun fuera de las cárceles. De un lado o de otro de las rejas, ni siquiera la calle te pertenece. Ni siquiera es tuya la posibilidad de protestar.
Ningún intelectual de la Alba se ha pronunciado. Ninguno de estos pensadores o artistas, que necesitan una casa en La Habana para sentirse promovidos y legitimados, ha escrito media línea sobre las Damas de Blanco. Quizás les parece que no son cultas, que no tienen un posgrado o que no saben quién fue Karel Kosik. Tal vez su único delito sea justamente ése: sólo son mujeres cubanas.abarrera60@gmail.com
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