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EL HIJO
DE SAÚL (UNA OPINIÓN NO-CINEMATOGRÁFICA)
Por: Fernando Mires
Hay muchos filmes sobre el Holocausto. Ya
nadie creía que se podía mostrar algo más. Pero después de visto el “El hijo de
Saúl” dirigido por el joven director húngaro Laszlo Nemes, solo se puede llegar
a la conclusión de que sí, se podía. Además, se debía.
Porque la película (galardonada con el Grand Prix 2015 de Venecia y con el Oscar al
mejor filme extranjero) nos muestra una dimensión imaginada pero aún no vista
del horror: las antesalas del infierno.
Según Nemes, la suya es una construcción que
sigue la lógica de los espacios en los cuales los “comandos especiales”
realizaban su trabajo. Escribo trabajo sin comillas. Los miembros de los
“comandos especiales” actuaban efectivamente como normales trabajadores.
Llevaban overol y ejecutaban su trabajo con precisión automática. Han sido
reclutados entre los prisioneros judíos para realizar las fases que llevan y
siguen a la ejecución en las cámaras de gases. Al cabo de un tiempo serán
asesinados y sustituidos por otro comando.
La
monotonía laboral, como en toda fábrica, es exasperante. No hay diálogos, solo
hay ruidos. Los funcionarios alemanes se limitan a “pasar lista”. No pocos
usarían después ese “solo” para reclamar inocencia (yo "solo" pasaba
lista, yo no sabía nada)
Los prisioneros desnudos son llevados hacia
la muerte. Saúl "Ausländer", el personaje central, abre las
compuertas de la cámara de gas. Los prisioneros entran como si se tratara de un
bus. Saúl no mira a ninguno. Luego cierra las compuertas. Gritos desgarradores
confundidos con el ajetreo y las órdenes impartidas a viva voz. Cuando los
gritos callan son abiertas las compuertas.
Los cadáveres amontonados unos arriba de
otros pasan a la fase de la incineración. Los restos de sangre son
meticulosamente limpiados por los miembros del comando. El suelo debe quedar
impecable. Enseguida son extraídos de los bolsillos de la ropa de los muertos
“todo lo que brilla” (anillos, pulseras, monedas). Los pasaportes son quemados.
Finalmente las cenizas de los muertos son arrojadas al agua. Al día siguiente,
el mismo procedimiento, repetido con la misma precisión.
Pero un día se escucha un lamento. Saúl
levanta, quizás por primera vez, la vista. Un cuerpo joven ha sobrevivido. El
cuerpo es llevado a una sala continua. Aparece un médico y en pocos segundos da
muerte al niño. A través de su escondite ha visto por primera vez un asesinato
directo. Desde ese día todo cambiará para Saúl.
Usando sus habilidades logra raptar el cuerpo
del niño asesinado. Saúl lo adoptará como a su hijo. La muerte del niño ha
redimido a Saúl como ser humano. Gracias a ese cuerpo muerto, Saúl, quien ya no
era más que un robot, ha encontrado una razón para seguir viviendo. Ese joven a
quien vio morir –decide Saúl- deberá ser enterrado con dignidad de acuerdo a
las normas establecidas por su religión. Para cumplir su cometido Saúl necesita
de un rabino. Cree al fin encontrar a uno.
Siguiendo a un supuesto rabino, Saúl se ve
envuelto en un motín y huye con un grupo de prisioneros hacia los bosques,
cargando al cuerpo del niño muerto sobre sus espaldas. Pronto los fugitivos
serán descubiertos. La luz del sol penetra a través de las copas de los
árboles. Desde lejos se escuchan disparos.
Dijo
Laszlo Nemes: “Este filme no debe hacer llorar a nadie. Para eso está
Hollywood. Yo solo quise dar un golpe de puño en el estómago del espectador”.
Lo logró. Ya han pasado varios días. Pero las
imágenes del hijo de Saúl no me abandonan. Quizás se quedarán conmigo
para siempre.
Las imágenes en sí no horrorizan. Lo que sí
produce espanto es la lógica de la cual esas imágenes forman parte. Esa fue
precisamente la idea de Nemes: filmar la lógica del terror. Las imágenes en el
filme están puestas al servicio de esa lógica. AUSCHWITZ era, efectivamente,
una industria destinada a producir la muerte para convertir a esa muerte en la
nada. El producto final desaparece con la desaparición de las cenizas. O dicho
así: el producto final es la nada. El mal no existe más pues la nada no es más
que nada. A ese proceso de conversión de la vida en nada lo llamó Hannah
Arendt, LA BANALIDAD DEL MAL.
Pocas ideas de Arendt han sido tan mal
entendidas como la de la “la banalidad del mal”. No obstante, Arendt nunca dijo
que el mal era en sí banal. Lo que dijo es que el mal, no solo en Auschwitz,
era banalizado por sus ejecutores. Quizás si Arendt hubiera escrito “la
banalización del mal” su idea habría sido entendida mejor. El ejemplo de
Auschwitz es el más apropiado. Allí, la expresión más radical de la maldad humana
era llevada a cabo de acuerdo a las pautas de la moderna producción industrial.
Para que el plan pudiera cumplirse en todas
sus fases los ejecutores de la muerte también debían ser banalizados. A través de la repetición mecánica de los mismos procedimientos, el
trabajador deja de pensar. Simplemente actúa. El mundo del hacer desplaza
definitivamente al mundo del pensar.
Pensar, hacer y actuar son, según Arendt,
tres dimensiones de la condición humana.
·
En
algunos seres “el hacer” (herstellen)
ejerce hegemonía sobre “el pensar” (denken) y “el actuar” (handeln).
·
En
otros, el pensamiento domina.
·
En
AUSCHWITZ el mundo del pensamiento ha desaparecido completamente. Ese es quizás
el sentido oculto de la frase inscrita en la entrada del campo de
concentración: Arbeit macht frei (el trabajo libera).
·
EL
TRABAJO ALLÍ REALIZADO LIBERA AL SER DE SU PENSAMIENTO.
·
La
muerte del pensamiento lleva a su vez a la muerte del alma como condición de la
muerte del cuerpo.
·
El
ser deja así de ser un sujeto y se transforma en un objeto más.
·
Y
EN SU CONDICIÓN DE OBJETO, SAÚL ES CONTINUAMENTE ZAMARREADO PARA LADO Y LADO
POR EL PERSONAL MILITAR. COMO SI FUERA UN SACO.
·
al
trabajo libera...lema nazi de bienvenida al campo de concentración
Sin
embargo, el lamento del niño agonizante despertó a Saúl. Gracias al niño muerto
Saúl recuerda que él siente y por eso piensa. La muerte del hijo convierte a
Saúl en padre del hijo. Por eso “el hijo de Saúl” no debe ser convertido en
ceniza.
La
lógica de la muerte en el alma hizo posible a Auschwitz. Pero después de
Auschwitz esa lógica no ha desaparecido del todo. Esa lógica aparece cada vez
que nos acostumbramos a la existencia del mal.
Todos los días, por ejemplo, la televisión
nos informa de nuevos actos de terror. Son actos que una vez nos indignaron.
Una vez “todos fuimos Charlie Ebdo” y
otra, “todos fuimos París”. Pero ya no podemos seguir diciendo lo mismo después
de cada atentado. Ocurren todos los días. Los terroristas han terminado por
banalizar al terror. Lo han convertido en normal. La banalidad del mal supone
la normalización del mal.
El terror de los nazis del Islám ha logrado
meterse a fondo en nuestras vidas. No es por cierto el terror de Auschwitz
(nada será igual a Auschwitz) pero sí es la lógica que llevó a Auschwitz. Para muchos el terror ha llegado a ser
cotidiano (banal). hemos alcanzado el punto en el cual vemos las noticias del
terror con la misma atención que dedicamos a los pronósticos del tiempo.
La banalización del terror ha sido una de las
grandes victorias de los ejércitos del ISIS. Todas las tardes podemos ver desde
la tele a cadáveres hacinados en las calles. Por mientras, comemos palomitas.
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