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Por: Domingo Alberto Rangel
Cualquier observador, venga de otro país latinoamericano, de otro continente o del infierno, apenas necesitaría unos minutos para admitir que en Venezuela no habrá solución electoral al problema del poder. Las dos camarillas en que se ha dividido la clase dominante no se otorgan cuartel ni siquiera en los aspectos más triviales de la lucha política. La elección de un Alcalde, la jornada más insignificante que pueda concebirse, enciende los ánimos y lleva a los bandos de la política al borde del combate. Al adversario no se le otorgan garantías ni se le reconocen méritos. Desde luego que el gran responsable de este clima no es otro que el comandante Chávez, en razón de su estilo oratorio.
Juan Parao, el negro guerrillero y heroico que engrandece la novelística venezolana en “Cantaclaro”, advertía siempre a Florentino Coronado que las palabras soltadas al azar se convertían en fantasmas. El comandante Chávez ha soltado tantas palabras desde el poder que sus fantasmas recorren hoy todos los caminos de Venezuela.
La oposición no ha puesto, desde luego, la otra mejilla.
Ha contestado, como era natural, con acrimonia agresiva.
El tono del discurso político no ha cesado de incrementarse o subir desde 1999 y de las palabras se ha pasado, como también es natural, a los hechos de violencia. Los últimos diez años ha vivido Venezuela una guerra civil sin armas, que como candela en verano ha cundido de crepitaciones los horizontes asombrados del país. No hay aldea, no hay barrio sin lenguas de fuego lanzando, voraces, sus candelas hacia los cuatro puntos cardinales.
El origen de esta situación que viene poniendo al país al borde de la guerra es complejo, pero fácil de entender. En Venezuela el petróleo ha terminado, tras casi noventa años de hegemonía económica, por convertirse en la única fuente de acumulación de capital. Ni la agricultura ni la industria permiten aquí acumular hoy grandes fortunas. Sembrando la tierra o transformando materias primas en productos terminados, se amasan capitales modestos tras esperas tan largas que mellarían la paciencia de un monje franciscano.
El petróleo en cambio puede hacer multimillonarios en 24 horas.
Cuando el señor Diosdado Cabello en menos de diez años hizo una fortuna que un banquero suizo calculaba en 21,5 millones de dólares, es una idiotez, para cualquier aspirante a millonario, escoger el camino de la industria y la agricultura.
Nace así la corrupción universal, agobiante, gigantesca, que caracteriza hoy a la sociedad venezolana. Conquistar el poder político, palanca única pero potentísima de enriquecimiento, es cuestión de vida o muerte para los grupos económicos. Hay una diferencia entre los gobiernos que se sucedieron hasta 1999 desde el punto de vista de la acumulación de capital y de la índole de la clase dominante y el gobierno de Chávez. AD, Copei y sus gobiernos, no intentaron crear su propia oligarquía, aprovecharon o se recostaron a la vieja oligarquía a la cual colmaron de ventajas.
Chávez por el contrario sí ha intentado crear su oligarquía, donde destacan hoy los señores José Ruperti, Rafael Sarría, Diosdado Cabello, José Vicente Rangel, entre otros.
La vieja oligarquía viene resintiendo ese encumbramiento de los favoritos del chavismo, formados a la vera del poder público en el último decenio. En Venezuela el Estado crea a la burguesía y no a la inversa, como aconteció en Europa y en América del Norte. La vieja oligarquía venezolana, aquella que pactó con los partidos el reparto del poder el 23 de enero, era también hija del Estado y como el Estado, al igual que Dios, sólo es uno, la guerra política tenía que ser el epílogo inevitable de esa situación. La vida pública del país se ha ido transformando, desde 1999, en una especie de gallera donde todos gritan porque los recién llegados que vienen escoltando a Chávez usan sin escrúpulos las ventajas del poder para enriquecerse y los otros se aferran, en un dramático forcejeo, a sus posiciones que van debilitándose hasta la agonía. Las sociedades mineras fueron siempre corrompidas. El barón de Humboldt decía, refiriéndose al Perú de su tiempo, que llevaba dos elementos contrarios a toda moral, el oro corruptor y el esclavo corrompido.
Las dos oligarquías, la chavista y la puntofijista, para llamarlas de algún modo, al acaparar como es inevitable todos los escenarios del poder, de la notoriedad y de la influencia, nos condenan a ser espectadores del contubernio mal avenido en que viven. Hay una cosa clara, esta pelea se parece más a las que libraban Al Capone y John Dillinger por el dominio de sus bandas en el opulento Distrito Nueve de Chicago.
La tragedia de Chávez y de sus enemigos es que no pueden utilizar el instrumento militar para resolver con el método clásico del golpe cuartelero y de la tiranía esta especie de trauma del poder que padece Venezuela. Un golpe de Estado hoy en nuestro país sería el comienzo de una guerra civil, esa vez sí de veras y no de simples palabras. El pueblo en nuestro país está armado, no es el pueblo desarmado del 24 de noviembre de 1948, cuando fue derribado Gallegos.
En peleas de calle la escopeta, la carabina y la pistola valen más que el cañón o la Ametralladora o se equiparan a ellos. Las barriadas de Caracas parecen hechas por un Dios travieso para que las masas populares puedan resistir a cualquier ejército y vencerlo.
Los yanquis, que siguen siendo los dueños de nuestro país -¿a dónde va casi todo nuestro petróleo, de donde viene el grueso de lo que importamos, a cuáles circuitos financieros están adscritos nuestros bancos y cuál es la moneda que constituye la reserva de nuestro bolívar?- auspiciaron el golpe del 11 de abril, pero en esos mismos días se espantaron, como se espantaron nuestros propios militares, al mirar el abismo que se los iba a tragar.
Cuando los talibanes de Afganistán tienen en jaque a Europa y a los Estados Unidos, cualquier barrio latinoamericano sería candidato a forjar una nueva Sierra Maestra. Entre tanto, bolivarianos y escuálidos riñen por la mascada. El agua no llegará empero al río. Mercaderes, así sean de la política, simulan guerras pero no las desencadenan.
Por: Domingo Alberto Rangel
http://www.laclase.info/nacionales/las-dos-oligarquias-y-la-posible-guerra-civil
Cualquier observador, venga de otro país latinoamericano, de otro continente o del infierno, apenas necesitaría unos minutos para admitir que en Venezuela no habrá solución electoral al problema del poder. Las dos camarillas en que se ha dividido la clase dominante no se otorgan cuartel ni siquiera en los aspectos más triviales de la lucha política. La elección de un Alcalde, la jornada más insignificante que pueda concebirse, enciende los ánimos y lleva a los bandos de la política al borde del combate. Al adversario no se le otorgan garantías ni se le reconocen méritos. Desde luego que el gran responsable de este clima no es otro que el comandante Chávez, en razón de su estilo oratorio.
Juan Parao, el negro guerrillero y heroico que engrandece la novelística venezolana en “Cantaclaro”, advertía siempre a Florentino Coronado que las palabras soltadas al azar se convertían en fantasmas. El comandante Chávez ha soltado tantas palabras desde el poder que sus fantasmas recorren hoy todos los caminos de Venezuela.
La oposición no ha puesto, desde luego, la otra mejilla.
Ha contestado, como era natural, con acrimonia agresiva.
El tono del discurso político no ha cesado de incrementarse o subir desde 1999 y de las palabras se ha pasado, como también es natural, a los hechos de violencia. Los últimos diez años ha vivido Venezuela una guerra civil sin armas, que como candela en verano ha cundido de crepitaciones los horizontes asombrados del país. No hay aldea, no hay barrio sin lenguas de fuego lanzando, voraces, sus candelas hacia los cuatro puntos cardinales.
El origen de esta situación que viene poniendo al país al borde de la guerra es complejo, pero fácil de entender. En Venezuela el petróleo ha terminado, tras casi noventa años de hegemonía económica, por convertirse en la única fuente de acumulación de capital. Ni la agricultura ni la industria permiten aquí acumular hoy grandes fortunas. Sembrando la tierra o transformando materias primas en productos terminados, se amasan capitales modestos tras esperas tan largas que mellarían la paciencia de un monje franciscano.
El petróleo en cambio puede hacer multimillonarios en 24 horas.
Cuando el señor Diosdado Cabello en menos de diez años hizo una fortuna que un banquero suizo calculaba en 21,5 millones de dólares, es una idiotez, para cualquier aspirante a millonario, escoger el camino de la industria y la agricultura.
Nace así la corrupción universal, agobiante, gigantesca, que caracteriza hoy a la sociedad venezolana. Conquistar el poder político, palanca única pero potentísima de enriquecimiento, es cuestión de vida o muerte para los grupos económicos. Hay una diferencia entre los gobiernos que se sucedieron hasta 1999 desde el punto de vista de la acumulación de capital y de la índole de la clase dominante y el gobierno de Chávez. AD, Copei y sus gobiernos, no intentaron crear su propia oligarquía, aprovecharon o se recostaron a la vieja oligarquía a la cual colmaron de ventajas.
Chávez por el contrario sí ha intentado crear su oligarquía, donde destacan hoy los señores José Ruperti, Rafael Sarría, Diosdado Cabello, José Vicente Rangel, entre otros.
La vieja oligarquía viene resintiendo ese encumbramiento de los favoritos del chavismo, formados a la vera del poder público en el último decenio. En Venezuela el Estado crea a la burguesía y no a la inversa, como aconteció en Europa y en América del Norte. La vieja oligarquía venezolana, aquella que pactó con los partidos el reparto del poder el 23 de enero, era también hija del Estado y como el Estado, al igual que Dios, sólo es uno, la guerra política tenía que ser el epílogo inevitable de esa situación. La vida pública del país se ha ido transformando, desde 1999, en una especie de gallera donde todos gritan porque los recién llegados que vienen escoltando a Chávez usan sin escrúpulos las ventajas del poder para enriquecerse y los otros se aferran, en un dramático forcejeo, a sus posiciones que van debilitándose hasta la agonía. Las sociedades mineras fueron siempre corrompidas. El barón de Humboldt decía, refiriéndose al Perú de su tiempo, que llevaba dos elementos contrarios a toda moral, el oro corruptor y el esclavo corrompido.
Las dos oligarquías, la chavista y la puntofijista, para llamarlas de algún modo, al acaparar como es inevitable todos los escenarios del poder, de la notoriedad y de la influencia, nos condenan a ser espectadores del contubernio mal avenido en que viven. Hay una cosa clara, esta pelea se parece más a las que libraban Al Capone y John Dillinger por el dominio de sus bandas en el opulento Distrito Nueve de Chicago.
La tragedia de Chávez y de sus enemigos es que no pueden utilizar el instrumento militar para resolver con el método clásico del golpe cuartelero y de la tiranía esta especie de trauma del poder que padece Venezuela. Un golpe de Estado hoy en nuestro país sería el comienzo de una guerra civil, esa vez sí de veras y no de simples palabras. El pueblo en nuestro país está armado, no es el pueblo desarmado del 24 de noviembre de 1948, cuando fue derribado Gallegos.
En peleas de calle la escopeta, la carabina y la pistola valen más que el cañón o la Ametralladora o se equiparan a ellos. Las barriadas de Caracas parecen hechas por un Dios travieso para que las masas populares puedan resistir a cualquier ejército y vencerlo.
Los yanquis, que siguen siendo los dueños de nuestro país -¿a dónde va casi todo nuestro petróleo, de donde viene el grueso de lo que importamos, a cuáles circuitos financieros están adscritos nuestros bancos y cuál es la moneda que constituye la reserva de nuestro bolívar?- auspiciaron el golpe del 11 de abril, pero en esos mismos días se espantaron, como se espantaron nuestros propios militares, al mirar el abismo que se los iba a tragar.
Cuando los talibanes de Afganistán tienen en jaque a Europa y a los Estados Unidos, cualquier barrio latinoamericano sería candidato a forjar una nueva Sierra Maestra. Entre tanto, bolivarianos y escuálidos riñen por la mascada. El agua no llegará empero al río. Mercaderes, así sean de la política, simulan guerras pero no las desencadenan.
Por: Domingo Alberto Rangel
http://www.laclase.info/nacionales/las-dos-oligarquias-y-la-posible-guerra-civil
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